No era la primera vez que viajaba al continente. África me llamaba la atención. Me había hipnotizado con sus encantos. Pero en mis 5 años de voluntariado con la ONG, nunca me había desaparecido uno de los niños del campamento entre la inmensidad de la selva, de la maleza.
Ya había caminado durante 15 minutos hacia el corazón de la vegetación. Demasiado arriesgado para una extranjera como yo, pensé. Los altos árboles, ya no permitían que la luz atravesara apenas la densidad de aquella masa verde.
Solo se podía escuchar el canto de algunos pájaros, el agitar de las hojas y el ruido de otros pequeños animales que me resultaban desconocidos. Y aun así, me sentía observada. Intentaba no hacer mucho ruido, pero susurraba el nombre de Adelson continuamente sin hallar respuesta.
A mi derecha encontré un riachuelo, el cual no sabía en qué momento del camino había aparecido. Me paré en seco. Tenia que buscar una solución. Me senté en un tronco caído en medio de lo que pude considerar senda. Las hormigas no paraban de trepar por mis piernas mientras yo intentaba idear algo. Y cuando ya me estaba preguntando si sería capaz de volver por donde había venido, escuché a lo lejos un chapoteo en el agua acompañado de unos golpes que sonaban de manera uniforme y continua. Eso solo podía ser originado por el ser humano.
Me guié por mi intuición y me abrí paso rápido entre los helechos intentando encontrar la procedencia de aquellos sonidos con la esperanza de encontrar a Adelson. Según me acercaba, oía mas claro como algo sonaba como el silbido del viento entrando por unas cañas de madera. Pero… no había viento…
Me estaba aproximando al claro de un bosque. De repente, los sonidos cesaron. Pero, no tardé en averiguar de qué se trataba.
Vislumbré entre el follaje, unos pequeños hombres, claramente nacidos en el país. Se encontraban junto al río. Estaban pintados por todo el cuerpo. Ví como en medio de todos ellos había un bebé que no debía tener más de un mes. Deduje que sería un rito y celebración para el recién nacido. Eran sin duda, los famosos pigmeos, conocidos por su baja estatura.
Intenté ver como pude, cómo habían producido aquellos sonidos que me habían llevado hasta allí. Habían comenzado otra vez a danzar y cantar y tocar aquellos instrumentos. Ví como habían creado una especie de caja-tambor con pieles de animales y un tronco hueco. También vi una especia de flauta hecha con cañas de bambú. La mayoría de instrumentos eran de percusión y se componían de frutos, piedras, maderas, huesos y pieles.
Mientras escuchaba recordé algunas de mis nociones básicas en música. Tenía un ritmo binario que yo definiría como un 6/8. Marcaban también la subdivisión en 3, característica de este tempo. Los sonidos provocados por la flauta eran repetitivos. Pero lo que más me llamó la atención, es que trataba de ser una imitación de los sonidos que hacían con la voz, y era una representación bastante fiel. Estaba extasiada mirando aquellos hombrecillos de voz tan aguda haciendo sus cánticos. Llegué a entrar en una especie de trance, pues al cabo de escucharles un rato, yo comencé también a canturrear aquello que oía.
Cantaban todos a la vez, en grupo, una misma voz. Era un canto muy primitivo, que claramente no seguía una lógica que yo pudiera entender, como la de la armonía.
De repente algo me golpeó en la nuca y caí desplomada al suelo. Fue entonces cuando mis recuerdos se nublaron y perdí el conocimiento.